LA SOLEDAD


El viejo acabó de comer, se acercó el café a la boca y se quemó el labio; soltó la taza en la encimera de mármol que quedó entera manchada. Se puso en pie y miró la hamaca que se movía con el viento en la terraza de la casa. Suspiró. Sus lágrimas cayeron sobre el charco negro perdiéndose como si nada. Salió de la casa en mangas de camisa. El viento pegaba la tela sobre su pecho cuando se dirigía al lago. Perdió la vista en el agua oscura.  A su espalda los árboles se arqueaban a un lado y a otro. Otra lágrima, ahora más densa, caía de nuevo uniéndose esta vez con el agua. Se dio la vuelta teniendo una visión amplia de la casa y del invernadero con paredes de cristal. Le dolía el labio. Se miró las manos vacías como si quisiera encontrar algo en ellas. La hamaca seguía moviéndose. El camino de regreso lo hizo con pasos cortos mientras penetraba la oscuridad de la tarde de enero. En la vuelta, la tela de la camisa marcaba su espalda. En la terraza, se arrodilló a los pies de la hamaca como si ella aún estuviera allí esperándolo a que terminara de podar los rosales. Acarició el mimbre gastado del asiento y rompió a llorar hasta que se cerró la noche. Cuando se adentró en la casa el viento había cesado y los árboles habían callado. Se fue a la cama. Se acostó en posición fetal, con las manos bajo su mejilla derecha mirando la ventana por la que entraban intensos rayos de luna. Tuvo frio recostado sobre las mantas. Se acordó del café sobre el mármol blanco que no había recogido. De pronto volvió a escuchar el vaivén de la hamaca y fue entonces cuando se durmió tranquilo.

Comentarios

Entradas populares