La huida
Mariam Cpanec había
nacido en una pequeña aldea de Besarabia. Cerca de la primavera de 1941, su
familia tuvo que adentrarse en el bosque con destino a ninguna parte, tan solo
con la intención de huir de los soldados que avanzaban en la región a través de
los caminos rurales de la Rumania septentrional. Las cunetas iban haciendo
hueco a los cadáveres de los judíos que el ejército del dictador Antonescu
usaba de propaganda para inculcar el miedo, no solo a los propios judíos sino a
todo aquel que fuera contrario a la política de alianzas con Hitler. Josef
Cpanec, creyó que la única forma de sobrevivir era esconderse al menos unos
días hasta que pasaran las tropas. Huyó con sus hijos, Mariam de diecisiete
años y Aarón de catorce. La huida se convirtió en un adiós para siempre. Nunca
volverían a su casa y sus raíces se irían convirtiendo en polvo con cada paso
andado.
Los primeros días el miedo los mantuvo fuertes en
la antigua y abandonada mina de Bug, pero cada vez era mayor el número de
judíos que subía a la mina y pronto un buen escondite se convirtió en un buen
sitio en el que buscar. Josef, después de escuchar a otros judíos supo
que nunca podrían volver y que era el momento de salir de aquel país. El
norte estaba vetado. La mayoría de los países ya se habían posicionado junto al
eje fascista. Era necesario ir al sur. Bulgaria y Grecia aún se
mantenían neutrales. Sus hijos confiaban en él y eran lo suficientemente
mayores para saber que el camino que irían dejando atrás nunca volverían a
verlo. Mariam y Aarón perdieron pronto a su madre y se hicieron mayores casi
sin querer. La pequeña se convirtió en una madre, en la mujer de la casa, y su
hermano a los trece años ya trabajaba con su padre como mecánico del
ferrocarril. Los dos eran fuertes, como su padre, y sensibles, como su madre.
Así que comprendieron que quedarse en la mina era tan solo retrasar su muerte.
Además, en unos días se instalaría una especie de anarquía que llevaría al
grupo a la propia extinción, ya que no había alimentos para todos, ni un mínimo
de orden para protegerse en caso de que lo necesitaran.
Se preocuparon de abandonar el escondite sin que
nadie se diera cuenta de su marcha. Josef prefería hacer el menor ruido
posible. Ir solos garantizaba un mínimo de éxito. Los primeros días fueron muy
duros y ni el pescado salado y seco que llevaban ni la piña deshidratada fueron
suficiente energía para avanzar todo lo rápido que hubiesen deseado.
Veintidós días fueron necesarios para llegar al
Danubio. Las aldeas que fueron encontrando a su paso estaban desiertas, aunque
en el interior de las casas se percibía vida. El miedo había enclaustrado a la
población más débil. Qué sentido tenía aquella guerra para los que llevaban
años malviviendo de la tierra, lejos de cualquier pretensión nacionalista de
aquellos que se habían erigido en dioses sin que nadie se lo hubiese pedido.
Los alimentos que podían rescatar de los pequeños huertos abandonados y el agua
de los pozos, aunque los mantuvieron en pie, no impidieron que los huesos
empezaran a marcarse en sus caras mostrando el aspecto de personas enfermas.
Las noches albergaban su descanso escondidos en la espesura del bosque. Pero
los días y las noches, se fueron sucediendo en fila india hasta llegar a la
frontera, un inmenso río que tendría que llevarlos lejos de la maldad que los
hombres estaban mostrando tan gratuitamente y que en muchos casos les hacía
olvidar lo que nos diferenciaba de los animales. Había más dosis de
inteligencia en una mosca que en los que pretendían matar sencillamente porque
sí.
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