DIEZ BOTELLAS


Le temblaban las manos. Era lo único que sentía de su cuerpo. Tumbado en el suelo,  entre aquellas paredes de nicotina solo lo acompañaba aquel temblor y el bombeo de las venas en las sienes. No era consciente del frio en su espalda desnuda. Una hora antes pensaba que las diez botellas de ron eran suficientes para acabar con su vida. Cuando las compró ni siquiera levantó la mirada para ver a la cajera del supermercado. No era la primera vez que compraba grandes cantidades de alcohol, pero esta vez fue diferente. Detrás de la chica estaba el encargado. Lo supo porque vio sus zapatos bien plantados cerca de la caja. No se comportaría mal, no vomitaría en los pasillos, compraría y se iría, eso fue lo que se repitió mil veces antes de entrar. Aguantó. No hubo incidentes. Salió triunfante con su carro lleno como un buey en dirección a su muerte.  Aún tenía fuerzas para tirar de su soga. Antes de llevarse un nuevo trago a la boca pensó en María, pero fue un instante, un pensamiento fugaz. Ya casi no recordaba su rostro, ya había olvidado por completo aquellos días en los que compartían una copa de vino blanco sobre la alfombra roja de la habitación mientras escuchaban los discos de vinilo en el tocadiscos. No le importaba haber olvidado. Solo quería acabar, calmar de una vez por todas las descargas eléctricas que necesitaba su cerebro cada hora. Sí, diez botellas serían suficientes para matarlo. Eso pensaba. Las últimas diez, se decía.

El timbre de la puerta sonó en el momento en que el cristal de la décima se hizo añicos rodando por las escaleras. Allí, mirando el techo, cuando las células iban explotando dentro y los puñales se clavaban en su hígado, creyó escuchar su nombre en una voz conocida a través las ventanas, pero el alcohol estaba apagando las conexiones entre su cerebro y la vida. Y fue entonces, en el preciso momento en que el dolor intenso de su cabeza remitió bruscamente, cuando escuchó el ruido del motor que tantas veces había puesto en marcha para llevarla de vuelta a su casa.




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