Cuento. Corazones Helados.


Dedicado a las personas que son luz.

Corazones helados.

“Había un pueblo que caminaba siempre sobre el hielo. No sabían los que allí vivían que pudiera haber otro suelo. En aquella tierra no había espejos, todos se miraban en las fuentes heladas. Los árboles soportaban tanto el frío que la congelación era su estado natural. La imagen blanca y callada que proyectaba la naturaleza vino a romperse un día en que por antojo el sol decidió asomarse a aquel rincón perdido. Se había propuesto visitar todos los lugares que aún no conocía. Durante años pensó que su luz llegaba a cada minúscula partícula de tierra. Cómo podía alguien no conocerle si de él dependían todas las cosas. Pero así era, había muchos rincones que desconocían siquiera su existencia. Así que comenzó a estirar cada vez más sus rayos para cubrirlo todo. Además, dejó a un lado su arrogancia y trabajó duro para conseguirlo; entendió que no era justo que unos disfrutaran de él todo el año y otros vivieran sin sentir su calor. El agua comenzó a caer de los árboles como las mismas hojas en el otoño, el sonido de los ríos corriendo veloces hacía el mar dotó a la existencia de mayor solemnidad, el aire se encargó de  mover las flores y su olor comenzó a entrar por las ventanas abiertas, el color fue borrando el blanco dando su momento al color tierra, las gentes que pisaban la hierba con inseguridad descubrieron qué era un paseo, el humo de las chimeneas dejó de pintar un cielo gris, el azul empujó a las nubes descubriendo la grandeza de lo infinito, el sonido dejó de estrellarse contra los témpanos y se precipitó hacía la belleza. El batir del viento zarandeó la vida agitando la indiferencia.
Sin embargo, después de recorrer el mundo entero pensó que había lugares en los que no tenía permiso para entrar. No tenía permiso para acceder al corazón de las personas. Ahora que se había propuesto llegar hasta el más recóndito hueco, algo era aún más fuerte que la luz. Esta idea lo atormentaba. No podría acabar con la oscuridad por completo. Estaba claro que la alegría que algunos reflejaban en sus ojos le daba pistas de a quién descartar. Muchos eran luces en sí mismos y su interior estaría cubierto de las mismas flores que nacían fuera. No eran ellos los que necesitaban contagiarse de la luz. Cuanto más miraba más se convencía de que aún siendo muy poderoso era pequeño; no podía llegar a todos. Pensaba en la forma de entrar y hacer florecer todo lo bueno, pero era inútil, ni los ojos ni la nariz ni la boca ni los oídos eran ventanas lo suficientemente grandes para conseguirlo. Entonces lo tuvo claro, tenía que utilizar a aquellos cuya mirada ya desprendía vida. Pensó que uniendo su luz a aquella que salía de sus corazones tendrían más fuerza y energía para llegar a los demás. Aunque al principio dio resultado, el número de aquellos que necesitaban luz no disminuyó lo suficiente. Por más calor que había en la tierra seguía habiendo corazones fríos, y no es que bajara la guardia por agotamiento, es que se dio cuenta que o bien los que tenían más no repartían lo suficiente, o bien ni siquiera se daban cuenta que tenían que calentar el alma a los nacidos en el hielo interior.
Algunos no paraban de dar. Así que el sol decidió dar más calor a estos para que contagiaran más. Su trabajo era encomiable; comenzó a vislumbrar que algo empezaba a cambiar. Estaba claro que solo contagiaban los que eran conscientes de su grandeza. Curiosamente los niños eran grandes fuentes de luz. A pesar de la aparente fragilidad eran mucho más fuertes que aquellos a los que la vida empezó a limitar en cuanto fueron adultos. Entre éstos también encontró fieles trabajadores por la paz, por el amor y por la vida. Todos parecían recibir la dosis extra de fuerza con agradecimiento, como si conocieran lo que les correspondía.
El sol sabía la forma, pero necesitaba llegar hasta el último. Cada nueva mirada implicaba desgastarse aún más, pues con cada ayudante debía dar más calor, pero su propósito era llegar. Pensó que una vez lo consiguiera podría descansar en algún mes de invierno. La luz de fuera sería menos importante, pues ya estaría dentro, alumbrado cada infinita partícula.”

José Luis Morera.

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