DANIELA
Supo que era
libre cuando se sentó en el banco de madera del porche. Fue entonces, cuando la
caricia del alba le permitió respirar por primera vez sin miedo. La sangre
goteaba desde el piso de arriba formando un charco en la entrada. El sonido de
cada gota marcaba los segundos que acompasaban el aire que entraba con delicadeza
por su nariz. El pulso de Daniela era lento, pero se aceleraba justo donde la
herida de su brazo reclamaba a gritos algún tipo de ayuda. Aquel primer rayo de
sol que se adentraba por los pinos que rodeaban aquella casa vieja fue el que
la hizo consciente de estar viva. Ya llevaba muchos años muriendo. Desde mucho
antes de casarse. Quizás desde la primera vez que lo vio. Sí, ese día en que le
rompió la nariz a aquel niño enclenque. Pero entonces, su sonrisa
la envenenó cuando la miró de frente. Y ya no hubo nada más que dolor, hasta
que este amanecer de principios de junio iba desentumeciendo poco a poco su
cuerpo. Ahora era ella. Ya no había nadie más. Comprobaba cómo unos instantes
pueden justificar haber nacido. Su corazón parecía salir de su escondite
ocupando el lugar que siempre le había correspondido, los músculos aun tensos
rezumaban paz a través de los poros de la piel sucia y ensangrentada, las manos
nerviosas adecentaban el pelo rojo que caía sobre su pecho derecho, sus pulmones abrían todas sus compuertas como si durante mucho tiempo tan solo hubieran
recibido lo justo y necesario.
Su amor empezó a evaporarse desde que lo vio pidiéndole perdón de rodillas en la cocina llorando como un
niño. Ya no existía cuando la encerró en el armario, ni cuando la dejó sin
comer. Tampoco cuando provocó su aborto. Quizás en aquel momento el odio ganó
definitivamente la partida. Sí, fue entonces cuando dejó de pensar en su muerte
para pensar en la de su verdugo. Así construyó de la nada un encuentro con otro
hombre, uno que la quería, que era amable y la cuidaba por encima de todo, alguien
que la hacía feliz mientras él no estaba. Provocar al celópata y llevarlo a
aquella casa alquilada para que fuera su tumba no fue más que un juego
sencillo. Tan solo algún mensaje de un tal Mario, una caja de bombones vacía,
una sonrisa en la cara como si algo extraordinario estuviera sucediendo,
llamadas de teléfono de aquel lugar en el campo preparado para culminar el golpe
definitivo. Solo eso. Todo lo demás, lo puso la mente enferma del cobarde. Fue fácil. Provocó que la siguiera. Dejó la puerta
abierta. Puso música romántica en la habitación de arriba y esperó. Después el
estruendo de la escopeta de caza de su padre, la sangre y él aun respirando con
las manos en la barriga como si quisiera taponar a la muerte, se mezclaron en
un segundo. Al pasar a su lado, su mirada la hizo salir
corriendo y caer por la escalera. Allí, en el último escalón se quedó hasta
compartir el silencio y el amanecer. La vida la esperaba fuera.
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