El ángel que me guarda.



En una tarde color naranja, el ángel de la undécima nube de aquel cielo dibujado bajaba todos los días en busca de la oreja de Pedro. No sé por qué, el pequeño guardián se dignaba a aparecerse siempre a la misma hora sin importarle el lugar ni con quién estuviera su protegido. Bajaba silenciosamente y cuando se encontraba a su desvalido acompañante comenzaba su ritual diario, deslizaba sus dedos por el lóbulo de su oreja derecha. Nunca le dijo que era un ángel, pero curiosamente Pedro ni siquiera se cuestionó nada de eso. Desde el principio tuvo la certeza de que así era. De lo que siempre estuvo seguro es que se trataba de una presencia amiga; incluso familiar. Siempre pensó que el problema no era entrar en disertaciones acerca de su existencia o de su propia cordura, más bien, era que a pesar de estar haciendo lo que estuviera haciendo, notaba su mano acariciándole el lóbulo derecho de su oreja.
Muchas veces le preguntó el motivo de su compañía, sin que jamás llegara a oír su voz, si es que acaso tenía voz. Se preguntaba si verdaderamente le guardaba de los peligros como le hicieron creer de pequeño o estaba aburrido y se dedicaba a acariciar las orejas de otras personas a distintos momentos del día. Realmente le gustaba pensar que venía a visitarle en exclusividad. Un día se quedó en el parque fijamente mirando a la gente por si se quedaban extrañados con la presencia de sus guardianes. No notó nada raro en ninguno, o quizás, sí en aquel anciano que daba de comer a los pájaros, cuando se quedó un momento mirando al cielo y luego sintió frío y se abrigo, pero tampoco podría asegurarlo. No, en cualquier caso, no era su ángel. El suyo le dejaba una sensación de calidez y bienestar; nunca sintió la necesidad de arroparse tras su presencia. Pensaba que quizás los ángeles se manifestaban todos de una forma distinta. Muchos días buscó sensaciones irreales en el mercado, en el bar o en el trabajo, pero nunca identificó un gesto que pudiese parecerse a su sensación. Con el tiempo dejó de mirar a la gente.
Alguna vez tuvo la osadía de abandonar ese mágico encuentro e incluso se negaba a que aquello pudiese tener un ápice de verdad. Al fin y al cabo, qué sentido tendría, para qué servía la visita de aquella caricia. Hubo días en que no le hizo ni caso, pero aquel ángel invisible seguía bajando a su encuentro como la cometa acaricia al aire o el aire a las hojas o las hojas al viento.
No pudo esconderse de aquel gesto. Cuanto más lo negaba más clara era la evidencia y más ganas tenía de que llegase el siguiente día. Se sentía mejor cuando sus dedos le acompañaban.
Pasaron los años, y al menos, aquellos entrañables minutos le enseñaron a acariciar. Pronto imitó la suavidad del abrazo diario y se sirvió de los demás. Sus manos sacaron la feminidad más profunda para desplazarse por un mundo que a veces se presentaba con una piel vieja, seca y áspera.
Pensó que otros necesitarían sus gestos y que, incluso, los esperarían al igual que él esperaba en sus tardes el susurro fiel de la simplicidad de un momento. Salía por las mañanas con la intención de ser aliento en la oreja de aquel viejo del parque e incluso compartió con él algún rato observando el festival de los gorriones. Guardaba el pan que le sobraba y lo metía en una bolsa azul para el siguiente día. Hablaban poco, casi nada, pero el viejo sonreía cuando veía aparecer a Pedro.  Una de esos días, al llegar al banco lo encontró desnudo para siempre. Entendió que su amigo llegó incluso a necesitarlo y que, como él, habría otros esperando la maravillosa aventura de repartir el amor que era capaz de dar.
Un día de abril, sentado en una roca de un espléndido bosque, viendo los rayos violetas abriéndose camino entre las nubes bajas de primavera, su corazón dio un vuelco. La caricia de su oreja le abandonó. Tuvo miedo, e incluso pensó que no había estado lo suficientemente atento y que se le habría pasado por el cansancio o por la bella mujer que tenía a su lado. Pero no, no fue eso, llevaba años sintiendo su abrazo alborotando su pelo en las peores circunstancias. Sintió frío y pensó en el anciano la primera vez que lo vio, pues también miró al cielo como queriendo buscar una explicación. No sé si estaba enfadado por la infidelidad o se sentía mal por la arrogancia de creer que aquel ángel le pertenecía y podía manejarlo a su antojo. Los rayos violetas se volvieron naranjas como la tarde en que sintió su presencia.
En los días siguientes no se atrevió a poner un pie en la calle. Se quedo en casa. Quería estar concentrado para volver a sentir su caricia, pero esa caricia jamás volvería. Se fue con la naturalidad con la que llegó, sin avisar, buscando quizás otra oreja de alguno más huérfano que él.
En el silencio de la mañana de un domingo callado y verde, encontró las respuestas en el azul del cielo. Ya no necesitaba las caricias de su ángel. Si había estado a su lado tanto tiempo seguiría estando siempre; ya se lo había entregado todo. Ahora le tocaba repartirlo. Estaba preparado para romper el egoísmo de creer que hasta un ángel llegó a ser suyo y que era especial por ello. Ya no había excusas, para salvarse de la indiferencia de todo el que no observa una caricia en su rostro. Supo por que no fue necesario que su amigo pronunciara una sola palabra, en una realidad en la que lo que verdaderamente sobra es lo dicho sin hacer, el verbo superficial, el amor mentiroso o el letrero por compromiso. Solo cuando entendió el sentido de las caricias dejó de ser una persona desvalida.




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