Una tarde de octubre
Es
domingo y tarde. En el cielo aún queda un azul oscuro. Las farolas encendidas
todavía alumbran poco. Las primeras gotas mansas del otoño me hacen pensar que
el verano se fue hace mucho y, son ellas, las que han transformado el sonido de
la ciudad. Todo está en calma. Escucho a alguien que toca las palmas, también
un balón de baloncesto. Pero están muy lejos. Aquí, donde estoy, no veo
aparcamientos en las calles. Deduzco que la lluvia ha cerrado las casas con la
gente dentro. Todo un universo en cada una de las ventanas que tengo delante.
Que divertido sería mirar al azar a través de alguna de ellas solo con la
intención de transcribir la vida. Guardo silencio. Observo. Un cenicero de
cristal viejo y brillante me mira desde el centro de una mesa fea arropada por
sillas de mimbre desordenadas. El lugar quiere parecer antiguo pero es nuevo.
La madera de la barra aún no tiene el encanto del paso del tiempo. Las lámparas
con bombillas de bajo consumo imitan a los candiles que tenía mi tía Dolores de
adorno en el chinero de la cocina. Hay un molinillo de café en una de las
estanterías. Creo que es lo único que podría ser de la primera mitad del siglo
pasado. Está pintado de rojo y negro, su volumen, contundencia y el desgaste de
los bordes casi me aseguran su vejez y me dan cuenta de los muchos granos
tostados que han pasado por sus engranajes. Es precioso. Eso sí, si centras la
atención solo en él. Si los ojos van más allá su encanto desaparece junto al
extintor, también rojo y negro. Pienso, por un momento, en lo poco que se
cuidan los detalles, en cómo lo bello se desvanece en lo mediocre. De mi pensamiento
poético me rescata un señor mayor que se sienta en la mesa de enfrente. Lo
acompaña un joven, parece peruano. Hablan de política. Bueno el señor mayor,
con su gorro y su pañuelo en la chaqueta
de marca, es el que habla. Dice que se
siente defraudado, que esperaba más. No se esconde. El chico asiente, se
interesa. También es probable que esté pensando en otra cosa, pero eso es del
todo irrelevante. Estoy convencido de que le pagan por parecer que escucha y,
lo cierto es que eso lo está haciendo bastante bien. Yo sonrío. Se rompe el
hielo de mi coca-cola, que se había mantenido erguido hasta este preciso
momento, y es entonces cuando me doy
cuenta de la hora y de que allí, detrás
de las ventanas del séptimo piso del edificio blanco del fondo, a salvo de los
mosquitos, estarán los míos preguntándose lo mucho que estoy tardando en tirar
la basura.
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